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martes, 19 de septiembre de 2023

Tríptico

¿Qué hace a una buena historia?

¿De qué manera podemos entrelazar palabras y, en esa trama, infundirles algún sentido propio y sea factible de compartir a otros?

Si pienso en una receta podría tener tres ingredientes principales a los que podríamos luego sazonar con algún que otro condimento.

El primero sería tener una experiencia, un momento, un suceso, un proceso, un fenómeno (No CR7, uno más normal) que nos haya atravesado, que nos haya dolido, alegrado, intervenido... En definitiva, que nos pasara por el cuerpo, por la mente y también por el corazón.
El segundo sería poner esa experiencia en tensión: discutirla, hablarla, conversarla, exponerla... Y para eso están los amigos y la gente. Los primeros como fuente primaria y amorosa en la que nuestra vulnerabilidad no se ve ultrajada y halla pistas o indicios de una incógnita que a veces no podemos descifrar. Enigmas de la vida para los que a veces no tenemos respuestas inmediatas o aparentes, pero que al momento de ponerlas en la mesa con nuestras amistades tienen algún valor, hallan alguna luz. Para las segundas, es simplemente el valor heurístico de la exposición... Algún conocido, un compañero de trabajo o de clase, un familiar lejano, un transeúnte anónimo... Esos ángeles que se cruzan o también demonios que atraviesan el camino -de hecho, pienso que con estos últimos no sólo es un instante, sino que terminamos enlazándonos con ellos por un tiempo, que nos enrostran, nos lanzan, nos advierten que anda pasando con la inquietud que atormenta nuestros pensamientos.
Por último, las buenas lecturas. No hay mayor regocijo que encontrar pequeñas verdades en los libros que se leen. En esa magia que se oculta detrás de algunas frases o palabras, que alguien hilvanó en un cuento, una novela, algún que otro poema (no me gusta la poesía, lo dije ¿no?), o tal vez en algún ensayo de divulgación o científico... En los artículos académicos hay más bien aridez y poca semblanza, argumentación, propaganda personal, ahí no hay mucho espacio para la generación de sensaciones... A menos de que nos guste el quilombo y ensayar respuestas en lenguaje sofisticado que lleven a un debate culto y solemne en revistas que salen cada tres o seis meses. Pero volviendo a lo anterior, las buenas lecturas son fecundas, portan un germen inscrito que nos lleva a vuelos imaginarios y nos cuestionan los supuestos que tenemos. Interactúan con nosotros; nos contradicen, nos enriquecen, nos interpelan.

Entonces este placer halla una forma de hacerse vida, carne, estado en la escritura... En la realización del pensamiento de la forma en la que mejor nos salga o, tal vez mejor, en la que mayor placer nos produzca al concretar esa idea.



Así pues, hace unos días en mis recurrentes tránsitos del transporte público, reflexionaba acerca del curso que impartí hace un par de meses a un grupo de adultos mayores, las lecturas que estudié para preparar esas clases; las charlas con Sofía, mi amiga, apenas unos días antes de comenzar; y una vez terminado, algunos lindos pasajes del libro que me obsequió la directora y mi mentora al final del curso, lograron interpelarme para escribir estas líneas...

Recuerdo que hace años una profe en la universidad me discutió con animosidad acerca de la relación individuo y sociedad a la hora del sentido de la Historia. Ella, una académica consagrada y consumada, no se tomó de buena gana que le dijera que algunos personajes en el curso de la Historia son inevitables, pero que ellos no son nosotros y que nosotros no somos ellos. Cabe la posibilidad de que puedan ser representativos de algo superior al hombre común o, muy por el contrario, ser el fiel reflejo de quiénes nosotros somos pero repartidos, en cuentagotas.
Por una parte, hablando con mi amiga, hicimos un comentario cómico acerca de la pandemia y como nos había afectado a cada uno. En su caso, fue algo que le posibilitó adelantar o gestionar mejor su cauce vital, en el transcurso, incluso, comenzaría una relación amorosa de la que tuve el honor de actuar como nexo, con un amigo de toda la vida. El contraste lo demostraba yo con, tal vez, una de las etapas más dolorosas de mi vida, centradas en un quiebre familiar y el accidente -por fortuna no mortal, de mi hermano, bajo un contexto crítico y lleno de inconvenientes. Si para mi la pandemia fue una poronga, para ella fue casi que lo opuesto, en sus palabras: "entiendo que para la mayoría haya sido una bosta".

Por otro lado, Santiago Kovadloff escribió hace pocos años un libro llamado "Temas de Siempre" compuesto de numerosos y breves ensayos acerca de eso mismo... Las cuestiones cotidianas que son permanentes, la perennidad de las suficiencias y la eternidad de las faltas... En uno de esos ensayos habla sobre la esperanza y sobre el hombre (o la mujer) esperanzados:

"El hombre esperanzado [...] busca con decisión abrirse un espacio provechoso en su presente, sin que para ello lo decisivo sea contar con la certeza de un futuro promisorio. Su fortaleza tiene asiento en una muy íntima convicción: la que le dice que la dignidad que da sentido a su vida consiste en la templanza con que sepa hacer frente a cuanto lo acosa y busca quebrantarlo."

Le preguntaron a Pierre Vilar, célebre historiador francés, cuáles eran sus recuerdos de infancia y que podía decir de ellos para la Historia, al comentar que uno de sus primeros grandes recuerdos fue el desfile de bienvenida a Raymond Poincaré (primer ministro francés allá a principios del siglo XX) en su Montpellier natal siendo un niño, él ya escuchaba decir a las gentes "será la guerra" pocos meses antes de que estallara la Primera Guerra Mundial, a lo que le cuestionan "¿Y porqué piensa que decían eso?" y Vilar responde: "Eso hay que investigarlo, para mí es algo vivido".

Todo eso, alumbró una suerte de resolución a esa pregunta que viví hace muchos años ¿Cuál sería el nexo entre individuo y colectivo? Y uno especialmente poderoso o manifiesto es la esperanza, la capacidad de hacerle frente al contexto sin pensar mucho en el "qué dirán" o, más importante aún, el "qué pasará si...", la búsqueda de la dignidad propia y en el camino hacerla propia para los demás. Por eso por más de que a mi el recuerdo, la memoria de lo vivido, me lleve a etiquetar una etapa como cruenta o traumática, no significa que para todos sea igual ni tenga el mismo signo sino que está en la esperanza colectiva de hallar un cauce para fortalecer nuestra dignidad la que nos hace compartir con el común de todos un fenómeno, una circunstancia, una coyuntura y son los grandes protagonistas de la Historia los que apoyándose en la conquista de su dignidad pudieron compartirla e irradiarla con esperanza hacia la Humanidad.